Esto que veo. Esto que leo. Esto que siento. Esto que escribo. Estoy que soy.

martes, agosto 10, 2010

Semana 8: Los Vagabundos del Dharma


Las sendas son así: uno se siente flotar en el paraíso shakespeariano de Arden y cree que va a ver ninfas y pastores tocando el camarillo, cuando de repente se encuentra bajo un sol abrasador en un infierno de polvo y espinos y ortigas..., exactamente igual que en la vida.


Esa es una de las muchas, muchísimas reflexiones de Ray (uno de los protagonistas) en la última gran expedición junto a su amigo Japhy (el otro protagonista), antes de que este parta a Japón a vivir unos meses en un monasterio budista. Tan vívidas son esas caminatas y escaladas que, sumadas a mis propios recuerdos de encuentros con la naturaleza, prácticamente respiré el aire puro del bosque y contemplé la vastedad del paisaje montañoso. Además de acariciar la libertad y la serenidad que deja la comunión con un escenario así.
Es curioso... Más que reflexionar, este relato me ha hecho sentir. Pero, sobre todo, sonreír ante el encanto de la frugalidad vital que narra (y la simpleza con la que lo hace), y que a mi manera he tratado de adoptar desde hace algunos meses con mayor ahínco. Sonreír ante la lucha de Ray y Japhy para deshacerse de los convencionalismos de su época, y ante mi propia y muy personal lucha para deshacerme de lo que me resulta asfixiante. Sonreír ante la belleza de lo simple, siempre a nuestro alcance, y para la que no se requiere emular a un beat, a un hippie o a un monje.
Lo más curioso: la extraña (por desconocida) sensación de que todo aquello que podría decir sobre este relato irremediablemente eludiría explicar lo que me hizo comprender. Pero, al fin y al cabo, elusiva es la vacuidad de la que hablan los budistas.

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Tarde o temprano, la vida te lleva —o te obliga, más bien— a ir dejando por el camino un sinfín de equipaje. Lo que crees, piensas, sientes, percibes... siempre tiene caducidad. Y yo, simplemente, quiero ir cada vez más ligera. Si no es mucho pedir.

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