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miércoles, noviembre 17, 2010

Película 123: Un hombre que llora (52 Muestra 5/22)


La trama: Adam, un hombre de 55 años, es el encargado de la piscina en un hotel de lujo en Chad, hasta que la venta de este y la efervescencia de una guerra civil ponen en vilo su cotidianidad y su familia.

Opino que: Vale la pena ir a dejarse arrancar unas lágrimas por ella. He aquí una conmovedora película hecha por un africano que no explota lo exótico de su país en aras de congraciarse con el público internacional (tan ávido de clichés) ni para malsostener la historia. Sí, el escenario es la África sumida en el conflicto civil de siempre, pero contenida ahí debidamente: en el papel de contexto (sin que por ello pierda relevancia). Los verdaderos protagonistas son Adam y el rompimiento con su feliz status quo; su reacción ante lo que va contra sus deseos. Sencilla, sin efectismos, pero poderosa. Vamos, no hay que vivir en Chad para darse cuenta de que cualquiera puede sucumbir a su propia cobardía, a esas fuertes sacudidas que suele darnos la vida. Que cualquiera puede ser acorrolado por ese no querer dejar ir lo que nos ha definido durante toda una vida y reaccionar de la forma más egoísta. Porque de pronto, cuando Adam es relegado de su puesto de trabajo por su propio hijo de 20 años y debe quedarse con el de portero del estacionamiento, el mundo se le viene encima. No nada más porque él no se siente ningún viejo y "su vida es la piscina", sino también porque está siendo presionado para apoyar al ejército ante el recrudecimiento de la guerra civil... Con dinero o en especie.
Y sí, las tomas largas y contemplativas, silenciosas, ahí están. Como también los diálogos más bien concisos. Pero vaya si están usados para transmitirte emociones y estrujarte el corazoncito. Lloré con esa toma de Adam sentado en su nuevo puesto de trabajo; sentí la verdadera oscuridad (¿desolación?) con las dos distintas secuencias en las que maneja su moto rumbo a casa. Y la escena final me pareció bellísima: Adam, ante la inmensidad de la naturaleza, ante las consecuencias irremediables de sus reacciones ante lo indeseable. Foc.

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Tarde o temprano, la vida te lleva —o te obliga, más bien— a ir dejando por el camino un sinfín de equipaje. Lo que crees, piensas, sientes, percibes... siempre tiene caducidad. Y yo, simplemente, quiero ir cada vez más ligera. Si no es mucho pedir.

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